Siempre me han gustado los días de niebla. Crecí en un pueblo de montaña rodeado de castaños, de otoños húmedos, lluviosos. Recuerdo nítidamente el sonido del agua rompiendo al salir violentamente de los desagües de los canalones.
Los días de niebla eran diferentes, porque, en los días de niebla -generalmente- no llovía. En los días de niebla, en realidad, nunca pasaba nada.
Franco murió un día de niebla. Mi madre nos levantó más temprano que otras veces y, visiblemente alterada, nos urgió a mi hermana y a mí para que nos levantáramos. “Venga, levántate, que se ha muerto Franco”.
La verdad es que no recuerdo cual fue mi reacción, pero supongo que hice lo que me indicaba mi madre y me levanté lo más rápido que pude.
- No sé si habrá colegio, pero vosotros vais a ir. Si no hay, buscas a tu hermana y volvéis a casa, que no es día de andar por ahí.
Hace tanto tiempo que no sé si fueron estas las palabras exactas, pero algo así debió decirnos, visiblemente preocupada.
Es curioso, pero no tengo recuerdo de mi padre ese día, como si no hubiera estado presente. Solo estamos mi hermana y yo camino de la escuela entre la niebla, después de dejar a mi madre en casa escuchando la radio.
A veces, cuando quiero pensar que es cierto que en los días de niebla no pasa nada, mantengo que, en realidad, Franco no murió un día de niebla, sino la noche anterior.
Funciona si estoy bien. Cuando estoy triste, no. Cuando estoy triste pienso que, muriera cuando muriera, el caso es que yo me enteré una mañana nublada de otoño y, entre mis recuerdos de infancia, está mi madre de pie tratando de saber por la radio que es lo que iba a pasar, mientras mi hermana y yo bajábamos las escaleras entre expectantes y asustados. Ese día de niebla, sí pasó algo.
Cuando era niño me gustaba que todos los días fueran siempre como los días de niebla, pero aquel día de niebla -que recuerdo vivamente- no me gustó.
No creo que con 12 años fuera yo a ser franquista y me sorprendería descubrirlo ahora, a mi edad, la verdad.
Lo que sí no éramos en casa era anti-franquistas. En casa, Franco era el Jefe del Estado, como, tras su muerte, lo fue el Rey Juan Carlos.
Mi madre contaba a menudo que no me quería acostar hasta que no salía Franco en la tele por la noche. Recuerdo perfectamente el himno, la bandera ondeando en blanco y negro y las imágenes de Franco. Pero, ya digo: no creo que con 12 años fuera franquista. Supongo que mi objetivo era más dilatar el momento de ir a la cama que homenajear cada noche al Jefe del Estado, pero cualquiera sabe.
He leído -no sé hasta qué punto será cierto- que esa actitud podría constituir hoy algún tipo de delito. Confío en que quienes sostienen ese disparate estén equivocados, porque casi todos los niños de mi edad éramos, en ese caso, franquistas.
Aquel día, había conseguido yo el premio de izar y arriar la bandera del colegio con mi amigo Antonio Ochoa.
Cuando llegamos al colegio, me separé de mi hermana y me interesé vivamente por cómo afectaría a mi premio la muerte de Franco.
Mientras estábamos alineados en el pasillo, como todas las mañanas, nos dijeron que había muerto Franco (no recuerdo si la fórmula fue “ha muerto Franco”, “ha muerto el Jefe del Estado” o alguna otra) y que no habría clase.
Un profesor -no recuerdo cuál, pero supongo que sería el director- nos llamó a Antonio y a mí y nos dijo que la bandera se pondría a media asta y que seríamos nosotros los que llevaríamos la corona de laurel a la Cruz de los Caídos del Santo.
Presidimos la comitiva hacía el Santo cada uno a un lado de la corona de laurel que depositamos a los pies de la cruz, sin que la niebla se hubiera disipado aún.
Entre la niebla, llegamos a la Iglesia del Paseo en la que había una misa por la muerte de Franco.
La iglesia estaba llena.
Supe por mi madre que habían dado nueve días de luto y que no habría escuela. Pero yo me puse enfermo ya esa mañana en la iglesia y pase todas esas inesperadas vacaciones en cama.
Solo recuerdo que me dolía mucho la cabeza, pero nunca he sabido qué me pasó. Siempre he relacionado aquella extraña dolencia con la muerte de Franco. No sé si sería un ataque de franquismo o un episodio de tristeza patológica por la muerte del Jefe del Estado, pero lo cierto es que pasé el luto encerrado en mi cuarto.
Siempre me han gustado los días de niebla. Me transportan a esa infancia, en el pueblo, de humo de chimeneas camino de la escuela con mi hermana y mi indestructible carpeta de cuero marrón colgada a la espalda. De niños que iban apareciendo de la nada a medida que nos acercábamos al colegio.
No sé si me iré yo mismo un día de niebla.