
Crecí cerca de la frontera con Portugal, en una zona que ahora – antes no – suele conocerse como “la raya”. Los habitantes de ese vastísimo territorio, que abarcaría desde Huelva hasta Pontevedra a ambos lados de la frontera, seríamos “rayanos”.
Nunca me había identificado en ese gentilicio, pero comienza a gustarme hacerlo. He tenido la suerte de viajar mucho a Portugal durante mi vida. Primero por cercanía, después, y durante un largo periodo, por un trabajo que tuve y que me permitió conocer el territorio continental de nuestro país vecino de norte a sur y de este a oeste y la mayor de las islas del archipiélago de Madeira, que he visitado y recorrido más veces que la mayoría de los portugueses.
En Madeira se refieren al Portugal continental como “el rectángulo”. A mi siempre me ha gustado alardear de ese conocimiento y de otro que hasta no hace mucho me ha hecho gracia, pero que no estoy tan seguro de que la tenga en portugués, como cuanto cenando una vez con unas amigas portuguesas en un restaurante chino del centro comercial de los almacenes del Chiado en Lisboa, solo yo me reí cuando la camarera dijo “obligada” después de recoger nuestra comanda.
El portugués los pantalones vaqueros son “calças de ganga”. La primera vez que escuché la expresión, a una de esas amigas de las que hablo en la anécdota del restaurante chino, pensé, después de darme cuenta de que estaba hablando de unos pantalones que se iba a comprar, que unas “calças de ganga” eran unos pantalones que te compras en las rebajas, muy baratos. Y no le di mayor importancia.
Un tiempo después volví a escuchar la expresión “calças de ganga”, para criticar a alguien que, tal y como yo lo entendí, no había acudido adecuadamente vestido a una reunión. Supuse que aquellas “calças de ganga” eran unos pantalones baratos, una indumentaria inapropiada para el evento. Vamos, tal y como yo lo entendí esa vez, a un sitio se podría ir elegantemente vestido o en “calças de ganga”.
Pero seguí escuchando una y otra vez la expresión y no siempre se utilizaba en los mismos contextos, así que me decidí a hacer algo que tendría que haber hecho desde el principio: buscar “ganga” en el diccionario.
Hay palabras del portugués que nos inducen a error porque tienen la misma grafía que en español, pero no significan lo mismo; supongo que a los portugueses les ocurre lo mismo con esas palabras mismas palabras del español. “Ganga” significa lo mismo en portugués que en español en algunas de sus acepciones. Es una especie de tórtola o paloma que no recuerdo haber visto nunca y la parte de los minerales extraídos en la minería que no tiene interés metalúrgico para nosotros. Y ahí terminan las equivalencias.
En portugués, una “ganga” sería algo insignificante, pero no tiene porque ser barato, no se refiere uno a eso con la palabra. Para referirse a nuestra ganga, los portugueses utilizarían otra palabra, como, por ejemplo “pechincha”, que, además, suena más genuinamente portuguesa.
Pero, lo más importante: en portugués, para mi sorpresa – aunque debería haberlo sospechado antes – “ganga” significa tela vaquera. Tal cual. Así, unas “calças de ganga” serían unos pantalones de tela vaquera, sin ninguna valoración acerca de su precio o adecuación.
Los primeros pantalones vaqueros que tuve en mi vida no fueron unas “calças de ganga”, porque no eran de tela vaquera. Eran blancos. Estaba deseando de que me los compraran pero nunca me sentí cómodo con ellos, solo ridículo.
Me ha pasado otras veces, con otras cosas. No demasiadas porque nunca he sido caprichoso, pero sí he comprado cosas que no han respondido a mis expectativas, que no me han hecho sentir como esperaba al tenerlas en mi poder y aquellos pantalones blancos, que tenían la forma y los bolsillos de unos pantalones vaqueros, aunque realmente no lo eran, fue una de ellas.
En aquel tiempo, mis padres me mandaban a pasar todo el verano a Cádiz, con mis tíos y mis primos, que vivían en un gigantesco cuartel de la Guardia Civil. Algunas de mis amigas del colegio tenían pantalones vaqueros, aunque no recuerdo que ninguno de mis amigos varones tuviera ya alguno por aquel entonces.
Creo que fue mi tía la que me compró aquellos pantalones, aunque no estoy seguro. Sí recuerdo que me los puse algunas veces en Cádiz durante aquel verano y que me gustaba llevarlos. Supongo que me sentía más integrado.
Aunque puede que ni siquiera fuera eso, porque en Cádiz, en verano, había veraneantes y yo, de algún modo, era uno de ellos. Vamos, de alguno y de todos. Es más, yo sí que era literalmente un veraneante, porque lo que yo pasaba en Cádiz en aquel tiempo eran los veranos.
Pero cuando volví al pueblo con ellos en septiembre, la cosa fue distinta. En el pueblo, yo no era ya un veraneante. A mi madre no le gustaron los pantalones cuando los vio. Dijo que no me quedaban bien y trató de convencerme para que no me los pusiera la tarde que salía para ir con mis amigos a la Carretera de Almonaster, después de haber vuelto de mi veraneo.
Al final, conseguí convencer a mi madre, que me dejó ponérmelos a regañadientes. Salí de casa mientras ella seguía diciendo que me quedaban muy mal y que no iba bien vestido. Cuando me encontré con mis amigos, cada vez que uno de ellos hacía algún comentario sobre mis pantalones me sentía atacado, ridículo, peor que si hubiera ido desnudo de cintura para abajo.
Supongo que volví a ponérmelos, porque la ropa entonces había que aprovecharla. Y seguro que volví a llevármelos a Cádiz el verano siguiente. Recuerdo también haberlos visto por casa de mis padre durante mucho tiempo con una mancha rosácea en una de las perneras y que ya hacía imposible ponérselos para salir a la calle.
Puede que aquella mancha – que podría ser de vino – la hubiera hecho yo, aunque también podría haber sido obra de mi madre para que no me pusiera aquellos pantalones. Nunca le gustaron y siempre he pensado que para ella los vaqueros, al menos aquellos que ni siquiera lo eran, eran calzones de ganga, en el sentido más literal de la expresión.