En La mancha, Castilla la Nueva o Castilla-La mancha, que de todos esos modos y más hemos llamado a la región por esa ridícula necesidad tan nuestra de cambiar los nombres a las calles, las regiones y las plazas, es fácil encontrar todavía pueblos de los que podría salir don Quijote cualquier mañana en busca de aventuras.

Y Alonso Quijano o Quijada, podría encontrar las mismas o parecidas aventuras que encontrara en el ya tan remoto siglo XV o XVI. El pozo tiene una bomba eléctrica, hay algunas cercas con aviso de la compañía de seguridad, los molinos son gigantes vacíos y, tan espigados, que tendría que ingeniárselas para buscar la forma de golpearlos por encima del carcañal. Se cruzaría con algún dragón o carruaje encantado fabricado en China o en Japón, los galeotes marcharían comprobando su ritmo medio de carrera en el reloj de actividad y poco más. El resto, estaría prácticamente igual.

Una de las cosas que más me ha llamado siempre la atención de esta curioso manía nuestra de cambiar la toponimia para tratar de adaptar el paisaje a la ideología del partido que en cada momento consiga el poder -como si eso fuera posible-, es que no solemos cambiar los nombres que dieron los árabes a las montañas, a los pueblos, a los ríos, cuando estuvieron por aquí.

Mientras tratamos de borrar siempre los recuerdos de la generación anterior, tenemos multitud de ríos que nos recuerdan el paso de los árabes por nuestra tierra y pueblos de nombre impronunciable, pese a que la saliva de nuestras bocas ha ido limando su extraña sonoridad generación tras generación, a medida que iba corrompiéndose el latín que dejaron los romanos en esta provincia del imperio.

He estado en uno de esos pueblos de nombre impronunciable, que conserva el Rollo en la plaza del Ayuntamiento como signo de desobediencia a la consigna liberal. Muy cerca de los montes de Toledo, y hemos dormido en una especie de cápsula que llamaría sin duda la atención de don Quijote y hasta la de Sancho.

El alojamiento consistía en una semiesfera hecha de piezas triangulares con un gran ventanal a través del cual prometían verse las estrellas, como sugería el telescopio que incluía en su correcto mobiliario.

Dos bicicletas, que también habrían llamado la atención de nuestros héroes, invitaban a dar un paseo por el campo y eso hicimos, claro.

A la mañana siguiente, después de disfrutar de la experiencia astronómica, el silencio y dormir bien, salí a caminar. Solo. En busca de aventuras.

La tierra de Mazarambroz es como uno espera que sea. Los caminos para caballeros andantes avanzan entrecruzándose una y otra vez entre olivos, nogales, campos de trigo y pinares, a medida que se acercan a los montes de Toledo que la cierran al fondo, al sur.

En una tierra dura al tiempo que fértil. Los brocales de los pozos están cegados porque las bombas eléctricas hacen innecesario a los labradores de esa tierra andar ya subiendo y bajando el cubo para sacar el agua de las profundidades. El trigo crece alto; la paja empaquetada tras la siega, salpica el paisaje de gigantescas fichas con las que debe jugar a las damas el gigante Briareo; los olivos, razonablemente bien alineados sobre una tierra labrada, prometen una buena cosecha de aceitunas; los pequeños viñedos darán buenas uvas con las que alimentar los lagares cuando llegue la vendimia.

Una ermita rodeada de cipreses, que nos recuerda que aún estamos donde tenemos que estar, una finca acotada de caza que nos advierte que seguimos siendo quienes siempre hemos sido,…

Y muchos riscos, como hay en el Quijote.

Es curioso que habiendo encontrado lo que tenia que encontrar, me haya vuelto de Mazarambroz con la sensación de haber vivido una  experiencia sorprendente.

Uno sabe que, de antiguo, antes incluso de que vinieran a ayudar a un traidor esos moros que a algunos les parece que lo hicieron todo en nuestra tierra, esos terribles campos castellanos han estado sembrados de viñas, de olivos, de inmensos campos de trigo que daban el trabajo y el sustento a campesinos, y arrieros que entregaban su grano a los molineros, que también estaban ya aquí. 

A lo mejor, lo que me sorprendió fue comprobar que todo sigue igual aunque no lo parezca. Que por mucho que la plaza del pueblo se llame ahora de Juan Carlos I, después de haber sigo, seguro, la del Rollo y la de la República, sigue siendo la plaza del Ayuntamiento de un pueblo castellano, de un pueblo manchego con casas solariegas y casas de labor.

Don Quijote podría haber vivido en este pueblo y salir desde él en busca de aventuras. Seguro que hay un cura y un barbero que tratan de disuadirlo de su empeño de volver a salir, que podemos identificar a un Sancho Panza en su Citroen C15 camino del huerto de frutales y que hay un bachiller, se llame o no Sansón Carrasco, que ha vuelto de Madrid o de Toledo y ha montado una empresa de turismo rural o de aventuras y organiza salidas nocturnas para ver las estrellas y enseñar los caminos del Quijote, aunque a Miguel de Cervantes se le olvidara contar que el hidalgo manchego paso también en alguna de sus salidas por allí.

Lo prueba la escultura de una artista de la zona con las siluetas de los dos personajes delante de un molino que hay a la entrada del pueblo, como en todos los villorrios y villas de La mancha.

Me gustó la experiencia. Aunque los curiosos observatorios astronómicos -que supe que se llaman «Domos»- empiezan a deteriorarse por la poca piedad de la intemperie, son una muy buena opción para hacerse una escapada y viajar en el tiempo a poco más de una legua de las de coche de Madrid.

Nos recibió un joven negro como el carbón -supongo que africano, o subsahariano, que es como tratan de obligarnos a decir ahora para evitar que nos identifiquemos por el color de nuestra piel- que estaba preparando para nosotros el alojamiento. Muy amable, conocedor de las palabras justas para que los dos entendiéramos lo que teníamos que decirnos el uno al otro y con una sonrisa que no le cabía en la cara. Supongo que, como a mi, le gusta el sitio que ha encontrado para tratar de ganarse la vida. Fue un placer conocerle y espero que le vaya muy bien en esa dura tierra. La tierra de don Quijote de la Mancha.

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