La primera vez que escuche hablar bien de los eucaliptos fue hace unos días, en Galicia, cerca de Caldas de Rey. Estaba haciendo el Camino de Santiago con los niños y paramos a comer en una especie de venta o taberna al lado de la carretera que tenía un horno en el que la pareja que la regentaba hacía unas pizzas riquísimas. Se llamaba “A Cabaza”. Al ir a pagar, les pregunté si en gallego no se decía “abóbora” como en portugués, pensando que una “cabaza” sería una especie de guineo, que es como llamamos en mi tierra a las calabazas duras y alargadas que se echan a los cerdos cuando vienen bien dadas. Mientras descubríamos entre los tres cuantas formas había en castellano, gallego y portugués de nombrar a las calabazas, en la tele no dejaban de hablar de los incendios.

El dueño del camping que habíamos tenido que utilizar como base para nuestra heterodoxa peregrinación -no más que las otras, dicho sea de paso- había echado pestes de los eucaliptos aquella misma mañana mientras desayunábamos juntos, cada uno en su mesa.

La pareja de la venta tenía pinta de ser alternativa y me animé a culpar a los eucaliptos de los incendios con ánimo de parecerles simpático.

– Ojalá y hubiera más eucaliptos. El eucalipto arde mal y suele seguir vivo aunque se queme. Además, nosotros nos dedicamos a la miel. El eucalipto da mucha y buena miel. No, los eucaliptos no tienen nada que ver con los fuegos. Por aquí todos sabemos por qué arde el monte.

Mucha gente que conozco asocia de forma indisoluble a los eucaliptos con el franquismo; o con el fascismo, por extensión, ya que el Portugal salazarista empleó el mismo modelo en su época desarrollista: siembra intensiva de eucaliptos para alimentar las humeantes fábricas de papel que perfumaron la infancia de quienes las sufrieron cerca.

Mi infancia estuvo adornada por un gran eucalipto que, aunque bastante deteriorado por los años y algunas agresiones humanas, aún existe -va a ser verdad que aguantan bien el fuego-. Subía por él al cielo a conocer a mis abuelos en uno de mis más hermosos sueños infantiles y siempre que pintaba el Castillo de mi pueblo, éste quedaba a la sombra de aquel para mi gigantesco eucalipto, que solía ser el elemento principal de mi torpe obra pictórica. Nunca se me ha dado bien la pintura.

El camino asfaltado que va a la Redondela desde la Antilla discurre por modernas y fértiles tierras de labor entre invernaderos y lomos plastificados de tierra trabajada que albergaran las nuevas plantaciones. Y sigue transitado por tractores, sobre todo en las primeras horas de la mañana. Desde dónde he salido, habrá como una legua a las primeras casas del pueblo que un día fue villa.

De la Redondela se va a la playa por una carretera de amplio arcén, más transitada a esas horas por peatones y ciclistas que por vehículos a motor (no incluyo en esta categoría los de las nuevas bicicletas, o lo que sean).

Está carretera va a morir en la de Isla Cristina. En el mismo cruce está, entre unos pinos, la ermita de la Virgen de la Esperanza, que, aunque solo se usara ya para alguna de las romerías que deben cruzar estos senderos, nos recuerda quienes somos aún.

El camino sigue ahora enmarcado por eucaliptos que, como los pinos, alguien -franquista o no- tiene que haber sembrado. El bosque autóctono siempre ha sido el que digan los que mandan. No sé qué habría antes de los eucaliptos. Yo vi como los sembraban en terrazas cuando era niño. Después los arrancaron y sembraron otros árboles que nunca crecieron. Aquellas terrazas, ya matizadas, son ahora retamares, monte bajo. No sé si sería ese el paisaje autóctono que nos prometieron. Pero, desde luego, no es un bosque. Los únicos árboles que hubo para mi allí fueron los eucaliptos, así que el eucaliptal es el bosque autóctono de mi infancia; mi bosque autóctono.

De vuelta ya en la Antilla, pasamos por la vieja barriada de los pescadores, rodeada ahora por las nuevas urbanizaciones que rodean, a su vez, el campo de golf de Isla Antilla. Y nos encontrarnos con otra ermita: la Capilla de la Virgen del Carmen, patrona con procesión marinera, como mandan los cánones.

Entre la playa y el paseo, las casetas de colores en las que los pescadores guardan sus herramientas y labores de pesca, nos distraen un poco del hecho de que estamos pasando por una zona de trabajo. Pero junto a las coloridas casetas, barquitas, redes, jaulas y tractores nos recuerdan que eso es lo es. Los pescadores están ahora en la playa, recogiendo o reparando sus redes.

La barriada fue inicialmente un asentamiento de marineros portugueses que vivían en chozas hasta que en los años 50 el gobierno de entonces construyo y les entrego las viviendas que siguen constituyendo en la actualidad la pintoresca barriada. Los descendientes de aquellos pescadores portugueses continúan hoy con sus duras labores de pesca, en las que ahora colaboran otros pescadores venidos de diversos lugares de África. Un azulejo conmemora la entrega de las viviendas por el Gobernador Civil de entonces y recuerda que las casas fueron construidas por el Ministerio de la Vivienda.

Nuestro ancestral guerracivilismo nos ha llevado ahora a sentirnos concernidos por la presencia del azulejo, que recuerda a tirios que Franco era tan bueno que hacía casas y a troyanos que era tan malo, aunque hiciera casas, que, en su empeño, han sacado adelante una ley que considera ese y otros azulejos por el estilo, un delito que inventaron para la ocasión: “apología de la dictadura”.

En el largo y bonito paseo que nos lleva junto a la playa hasta la Antilla, encontramos modernos complejos turísticos, centros comerciales y varias menciones a la vocación cosmopolita de los Ayuntamientos que la comparten. La escultura de una joven cordobesa junto a un pozo regando las plantas, la de un socorrista de la playa de Biarritz, la de una menina regalada por el Ayuntamiento de Madrid,… hasta la barandilla del paseo marítimo es igual que la de la playa de la Concha de San Sebastián.

Confió en que nadie se haya planteado derribar las casas franquistas de la humilde barriada de los pescadores de La Antilla y que los troyanos se den por satisfechos con la retirada del azulejo cuando le llegue su momento.

También espero que los incendios veraniegos no tengan nada que ver con que quieren acabar con el franquismo quemando todos los eucaliptos que se sembraron en su momento para alimentar aquellas fabricas de papel que perfumaron nuestra infancia franquista. Sin saber nosotros que lo era y que éramos infelices.

Cómo llegar al inicio de la ruta:

Ver la ruta

Al pulsar el botón accede a la ruta alojada en la red social Wikiloc.

Algunas fotos:

Álbum

Al pulsar el botón accederá a un álbum de fotos alojado en la red social Flickr.​