De niños -o preadolescentes, que es como llaman algunos ahora a los niños que empiezan a tener ya un poco de pelusilla en el bigote y a las niñas en las que se empiezan a insinuar las formas de las mujeres que serán, según conviene- íbamos algunas veces a merendar a La Alameda. Era salir al campo, bajar la cuesta, estar juntos en un sitio en el que solo estábamos nosotros, lejos del pueblo. A los niños, hasta donde sé, les siguen gustando los escondrijos, los sitios apartados, secretos, para estar juntos sintiéndose por unas horas dueños de ese territorio.

No diría yo que este sendero de poco más de una legua sea un paseo, porque demasiadas veces el camino deja de serlo para convertirse en vereda que, aunque está razonablemente bien señalizada, hay que buscar. Pero creo que quien no lo haya transitado nunca lo hará bien si presta atención, sobre todo en los pasos del barranco que le va a acompañar cuando llegue al pequeño y recoleto valle de Los molinos.

Los molinos -en esta corta y sencilla caminata solo veremos las ruinas de uno de ellos- servían para ir moliendo el cereal que traían los arrieros de la Extremadura del Reino de León -que lo fue como lo fue Soria al reino de Castilla; una Extremadura era una tierra dura, de frontera-, porque si nos vamos a poner a recuperar las regiones de los antiguos reinos peninsulares, deberíamos hacerlo bien, con rigor y seriedad.

Estos viejos molinos, al ser movidos por el agua, están siempre cerca de algún cauce, y este también es el caso, así que caminaremos un rato junto a uno que es el barranco de Carabañas.

El camino, después de bajar abruptamente desde el barrio de las Eritas, se adentra en el barranco para hacerse apenas transitable en una zona que formará parte de su cauce cuando empiece a llover. En esta parte de nuestro paseo, cruzaremos varias veces de una orilla a otra del barranco sobre piedras planas colocadas por alguien para marcar nuestros pasos sobre el agua y evitar así que nos mojemos los pies; porque aquí, con mayor o menor caudal, lo más probable es que el agua corra durante todo el año.

Después del remanso en el que se encuentran las ruinas del molino que veremos -y que también está bien señalizado con un cartel que explica su historia y su función- nos alejaremos un poco del barranco por una vereda que lo dejará abajo. El agua seguirá su curso, formando pequeñas cascadas que iremos escuchando mientras avanzamos un rato por la vereda flanqueada por helechos que siempre estarán verdes.

Al poco volveremos a encontrarnos otra vez con el barranco, de nuevo remansado por una pequeña presa que nos recuerda que el agua es necesaria para la agricultura y la ganadería de la zona. Tenemos aquí varias alternativas para cruzar a la otra orilla y emprender, girando a la izquierda cuando subamos la rampa que nos saca de las lindes del barranco, el camino de vuelta a Cortegana por la Alameda.

El camino al que accedemos es ancho, pues sirve a los propietarios de las explotaciones ganaderas de la zona. Más adelante, pasado un complejo turístico de cabañas de madera construido alrededor de una antigua posada de arrieros, ese ancho carril conectará ya asfaltado con la carretera que une la de la Corte con el Repilado, pero nuestro camino irá hoy en sentido contrario a ese cuando accedamos al carril. Aquí veréis, por tanto, cerdos ibéricos, del tamaño que dicte la época del año en la que visitéis la zona.

Nos encontraremos un poco más arriba otro barranco, rodeado de álamos. Justo después de cruzarlo por las oportunas piedras planas que alguien sabiamente colocó para evitar, como antes, que nos mojemos los pies, nos encontraremos de frente con el camino empedrado que nos llevara de vuelta a Cortegana por la cuesta que nosotros, de niños, llamábamos de “la Alameda”.

Después de subir un rato por el que alguna vez fue un camino empedrado, llegamos a la explanada que albergó algunas de nuestras primeras meriendas infantiles, cuando los niños varones empezábamos a dejar de jugar solos a la pelota y tener amigas.

Es curioso los falsos, lo imprecisos que son nuestros recuerdos. A La alameda le pasa como a la Plaza del Comercio de Lisboa: siempre es mucho más grande en mi cabeza, aunque no creo que ese hecho menor vaya a conseguir nunca que ninguno de los dos vaya de dejar de ser para mi un lugar mágico.

Supongo que habrá que épocas del año en que haga frio y otras en las que los barrancos vayan tan crecidos que no nos permitan transitar junto al de Carabañas, pero, hecha esa salvedad, podréis caminar esta legua larga durante casi todo el año.

Este paseo que os cuento es en agosto y hace calor, claro. Pero si aprovecháis las primeras horas de la mañana o las últimas de la tarde, no os va a dar el sol en la cara o en la espalda salvo en la salida del pueblo o a la vuelta.

Os dejo un cartel informativo del sendero o del paseo, como queráis llamarlo y un consejo. Yo suelo hacerlo al revés: bajo por el camino de Los molinos y subo de vuelta al pueblo por el de la Alameda. Creo que es más fácil bajar la cuesta de Los molinos, que tiene más pendiente, y subir la de la Alameda, que parecería casi aterrazada por el viejo empedrado. Pero, elegid vosotros.

Y si vais a estar unos días, podéis hacerlo en los dos sentidos y me contáis cual es vuestra impresión. Supongo que, si no sois de aquí, no vais a saber como de grande era la explanada de la Alameda frente a mis ojos de niño. Aunque si conserváis también los vuestros, a lo mejor, lo podéis imaginar. Para mi sigue siendo uno de esos lugares mágicos en los que el sonido del agua acompaña el canto de los pájaros, solo para nosotros.

 

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