Cuando yo era muy joven La Antilla era una playa familiar, de gente que trabajaba en la caja de ahorros de Badajoz y empleados de Sevillana. Había un barrio de pescadores que estaba muy lejos de la parte de la playa que empezaba a urbanizarse. Pero, entonces, ya digo, quedaba muy lejos.

Mi tío Domingo, que en paz descanse ya, compró un piso en un edificio muy alto y muy moderno y algunas veces íbamos a visitarle.

La familia política de mi hermana tenía un chalé al que nos invitaban también unos días en verano.

La Antilla era una playa “cerca de Portugal”, en la que no había prácticamente oferta turística, más allá de una pensión junto a la parada del autobús de Lepe y un camping en la carretera del Terrón infestado de mosquitos, rotulado con plantones que prometían convertirse en árboles que darían sombra algún día.

En el Terrón había algunas discotecas ochenteras en las que los hijos de las familias bien de Sevilla y el sur de Extremadura que habían elegido aquella tranquila playa para veranear, se mezclaban con los jóvenes de la zona para burlarse mutuamente de su dispar modo de comunicarse en la lengua que, aunque ha veces no se lo pareciera a unos y otros, compartían.

Pero, más allá del jolgorio, el cubata y los bailes de moda, el Terrón era y es un puerto pesquero en el que los padres de esos jovenes compraban el pescado, el marisco y la mojama cuando iban disimuladamente a recogerlos para llevarlos de vuelta a sus apartamentos y chalets, propios, alquilados o de algún familiar o amigo.

Está mañana he ido al Terrón por un camino que arranca en una de las nuevas urbanizaciones que han terminado conectando los términos municipales de Lepe e Isla Cristina y han convertido La Antilla en un destino internacional con campo de golf, hoteles de cadenas extranjeras y enlace en el aeropuerto de Faro.

El camino avanza, junto a la carretera, por terrenos agrícolas en el que pastan caballos hasta llegar al camping. Continué desde ahí por el lado izquierdo de la carretera -que tiene un amplísimo arcén- hasta el Camino de la Bella, que lleva hasta la ermita en la que se celebra la afamada romería. No sé sí alguna vez ha sido aldea (creo que hubo un monasterio), pero se ha convertido en un poblado al estilo del Rocío, con casas con azulejos de la Virgen y barras para amarrar los caballos como en las películas del Oeste.

Salgo del poblado por una carretera que me devuelve a la del Terrón, ya casi en el puerto. A la izquierda de la carretera hay construcciones más humildes; calles y calles de barracones de chapa que tienen el mismo objetivo que las casas que rodean la ermita de La Bella.

Entro a desayunar en el bar más animado del puerto. En él, los lugareños y algún turista que probablemente tiene su barco atracado en el cercano puerto de recreo, hablan de cebos y mojama a un volumen que haría parecer a cualquier forastero que están peleando entre ellos.

La vuelta a Isla Antilla es por el paraje natural en el que la Junta de Andalucía ha convertido la zona de marisma de la desembocadura del rio Piedras, uno de esos pobres ríos que van al mar sin que nadie los haya llamado nunca principales y al que se asoma el moderno puerto del Terrón.

El paraje es realmente hermoso. El camino, paralelo en algunos tramos al río, pasa por encima de canales naturales desde los que veo venir algún barco rio arriba hacia el puerto, seguro que con el fruto de su pesca.

Parece que el calentamiento global ese del que están hablando todo el día en la tele le ha venido bien a unos escarabajos negros que cruzan el camino con una profusión que me obliga a estar atento para no pisar alguno, cosa que, según veo, han hecho ya algunos ciclistas, sembrando el camino de cadáveres de coleópteros.

El último tramo de mi paseo de vuelta a la cada vez más urbanizada playa de La Antilla discurre por un sendero delimitado por dos empalizadas en el que ya empiezan a abundan los ejecutivos en ropa deportiva que atienden desde sus teléfonos móviles con auricular inalámbrico sus negocios en Badajoz, Madrid o Sevilla en estos últimos días de agosto.

Al salir del paraje natural, sabiamente delimitado por la Junta de Andalucía para que quede fuera de él lo que tiene que quedar, el camino es ya de hormigón y rodea las urbanizaciones rumbo a la carretera que me llevó al Terrón esta mañana, para avanzar paralelo a ella hasta volver a adentrarse en otras dunas unos kilómetros mas adelante, camino de Isla Cristina.

En lugar de coger el camino de hormigón compartido por una legión de “walkers”, “runners” y «bike riders”, me adentro en las urbanizaciones de la playa por un callejón.

Busco el camino de vuelta entre chalets y urbanizaciones con calles sin salida, evitando ir por la playa, hasta salir a las calles que recordaba de adolescente. El complejo de vacaciones de Sevillana, los pequeños chalets adosados que muestran ya las heridas que ha ido dejando en ellos el paso de los años, las casetas de la permanente feria del libro de la calle Castilla,…

Aún me queda un ratito para acabar este paseo circular, pero me inunda una extraña sensación como de estar de vuelta a un lugar que, en realidad, solo existe ya en mis recuerdos.

Pero no estoy de vuelta a ningún sitio y mucho menos a uno que ya no existe. Aparco mis recuerdos y continuo por una calle peatonal repleta de gente, bares y comercios hasta que salgo a la carretera que une la Antilla con Lepe, la capital del municipio. A la izquierda, la vieja pensión delante de la que sigue parando el autobús y, un poco más adelante, la playa, que tampoco es la misma porque el mar se la lleva por delante en cada temporal.

De vuelta en la rotonda en la que se cruza la carretera de la costa -esa que va al Terrón- con la de Lepe, comienzo a subir hacia las urbanizaciones del campo de golf, cabezos con pinares en los que habitaban los terribles mosquitos que daban la bienvenida a la Antilla a aquel joven motero que había cometido la imprudencia de quitarse el chaquetón en la travesía de Lepe. Aunque hace tantos años de eso que hay cosas que ya ni siquiera recuerdo bien.

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