Estatua del Cid en Burgos con algunos adornos

He recordado una experiencia que tuve en los 80 y que comento a menudo cuando quiero hablar críticamente de la prensa.

Un domingo de elecciones habíamos ido un grupo de compañeros de la facultad a estudiar a la biblioteca de la escuela politécnica que tenía aire acondicionado y no solía estar tan concurrida como otras en esos días de comienzos del verano y fin del curso, que tanto nos aceleraban entonces.

El caso es que cuando no llevábamos demasiado tiempo instalados en la sala de estudio oímos un gran revuelo y decidimos asomarnos a ver qué pasaba. Había gran expectación abajo: señoras mayores aplaudiendo, fotógrafos, cámaras, carreras. El entonces vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, había ido a votar al colegio electoral que se ubicaba en la planta principal del edificio donde estábamos. ¡Y no era un hombre feo! Me atreveré a decir que, más que eso, era un señor con cierto atractivo, cierta elegancia; vamos: con aura.

Mi padre acostumbraba a leer el ABC, que solía andar por casa y yo también lo he comprado durante bastante tiempo.

Alfonso Guerra aparecía siempre en el centenario diario con gesto amenazante, arisco, montaraz. Cuento mucho esta historia para ejemplificar el valor de las imágenes, y más de la primera -el efecto de primacía y otras artimañas de nuestro rápido cerebro- a la hora de construir la imagen que tenemos de una persona. No voy a negar que mi eficaz procesador mental y los cientos de fotografías ojeadas en ABC durante años han archivado en mi cabeza un Alfonso Guerra cínico y culpable, pero nunca olvidaré el efecto que produjo en mi la visión de su sonrisa cómplice aquella mañana de domingo.

Los periodistas gráficos toman miles de fotos y cada medio elige la que más se ajusta a eso que llaman «su linea editorial». Sabía que todos tenemos momentos buenos y malos, rostros amables y antipáticos. No es mala idea recordarlo.