Azulejo de un comercio tradicional del centro de Sevilla.

Me di cuenta, viendo en casa las fotos que tomé esos día en Sevilla, que alguien había hecho un grafiti tratando de reparar una rotura en un azulejo que debe llevar muchas décadas en la esquina de una de las calles comerciales del centro.

Si seguimos al pie de la letra la definición que de «grafiti» da la RAE, lo es. Es una composición pictórica, esta hecha, probablemente sin autorización, en un lugar público y el azulejo es una superficie resistente o una pared. Así que sí: la reparación del azulejo, en sentido estricto, es un grafiti.

Me he encontrado la foto del azulejo estos días, tratando de aligerar peso a mi ordenador. Vamos acumulando aplicaciones, archivos, vídeos, fotos, hasta que terminamos teniendo que alquilar un trastero digital, que volverá a llenarse y que, si no limpiamos con alguna periodicidad, nos veremos también obligados a ampliar, a alquilar otro más grande. La única ventaja que tiene es que la mudanza te la hace tu casero. Pero, claro: te sube el alquiler.

El «contra grafiti» me recordó que hicimos algo parecido a eso unos amigos y  yo hace muchos años. Yo regentaba entonces una cafetería en el pueblo y montábamos una terraza en verano en la calle.

Una noche, estaba sentado con unos buenos amigos y clientes en un poyete de la plaza, en frente de la cafetería, después de haber recogido la terraza. Charlábamos cuando un señor que pasaba por la calle en la que había estado la terraza tropezó mientras nos saludaba. Un amigo y yo nos apresuramos a sujetarlo para evitar que se cayera y, después de asegurarnos de que estaba bien, comentamos lo mal que estaba el empedrado de la calle.

Este amigo era alumno en aquel tiempo de una escuela taller en la que estaba aprendiendo el oficio de empedrador y se ofreció a arreglarlo. Aquello provocó un efecto inmediato en el resto del grupo, que celebró la propuesta como si de un juego se tratara. Dos de nosotros, hermanos, tenían un almacén de materiales de construcción y el resto, salvo el aprendiz de empedrador y yo mismo, eran albañiles.

Sin pensarlo dos veces, y a pesar de que traté tímidamente de hacerlos entrar en razón, porque sabía que no podíamos hacer una obra en la calle por nuestra cuenta, por mucho que se tratara de hacer un bien a la comunidad, se montaron en la furgoneta de uno de los hermanos del almacén de materiales de construcción y volvieron al cabo de un rato con todo lo que necesitábamos para arreglar el empedrado de la calle.

Entre risas, mientras trabajábamos, llegamos a la conclusión de que estábamos realizando un acto subversivo, que nos habíamos convertido en una especie de comando terrorista conjurado para hacer buenas obras, porque ya habíamos decidido no quedarnos ahí.

Alguien, no recuerdo quien, sugirió el nombre de nuestra recién creada organización clandestina: los «comandos del bien».

La noche siguiente, se sumaron otros miembros al comando y decidimos emprender una nueva acción: blanquear los poyetes que rodeaban la plaza en la que nos reuníamos para conspirar y que la nivelaban y convertían en un paseo.

Aquella acción nos llevó varias noches. Una de ellas, apareció por la plaza un coche de la Guardia Civil. Los dos agentes que lo ocupaban, estuvieron observándonos durante un rato, sin llegar a acercarse, hasta que terminaron por irse muy despacio, dejándonos la sensación de que no habían sabido cómo manejar aquella situación. Celebramos aquel encuentro como una especie de éxito de nuestra organización, como si hubiéramos ganado una batalla al sistema, que es el objetivo de cualquier grupo subversivo.

Otra noche, mientras trabajábamos en el blanqueo de la plaza, escuchamos un fuerte golpe en una de las calles cercanas después de ver pasar el camión de la basura. Corrimos para ver qué había sucedido y comprobamos que el camión había desconchado la esquina de una calle a pocos metros de donde nosotros trabajábamos. Nos pusimos manos a la obra de inmediato y reparamos el desconchón. Después de terminar la reparación, los expertos dijeron que lo dejaríamos secar para blanquearlo al día siguiente.

Volvimos orgullosos de nosotros mismos a nuestra plaza para recoger el material y bromeamos conscientes de que la vecina que vivía frente a la esquina en la que habíamos estado trabajando, había estado observándonos desde detrás de la persiana, probablemente sin dar crédito a lo que veía.

En los días siguientes, terminamos de blanquear los poyetes de la plaza y el desconchón que había hecho el camión de la basura.

No recuerdo más acciones de los comandos del bien, pero si que aquellos «atentados» nos divirtieron aquellos días, y, aunque pueda parecer exagerado, aquello tuvo hasta su punto de emoción. Reíamos imaginando qué podría haber pensado que estábamos haciendo aquella mujer que nos había estado espiando desde su cuarto mientras cogíamos el desconchón o la conversación de los guardias civiles en el coche, ojipláticos viendo como sospechosos habituales se ocupaban de adecentar una plaza con nocturnidad y alevosía, incapaces de descubrir qué podríamos estar tramando.

 

Aquel o aquellos artistas que habían reparado el azulejo sevillano tenían que formar parte también de algún grupo de terroristas del bien como nosotros, tal vez del comando Sevilla de esa organización. Sí, imaginé por un momento que la subversión se había extendido, que alguien había cogido la bandera de los comandos del bien y la revolución de la gente sencilla era ya imparable; alcaldes aterrorizados creando unidades especiales de las policías locales o solicitando la ayuda de la Guardia Civil para perseguir a los activistas que estaban poniendo en evidencia su corrupción, su ineficacia,…

Puede que sin saberlo, aquel o aquellos artistas callejeros hubieran perpetrado un acto más subversivo que el de todos los grafiteros que ensucian con un logo hecho con las iniciales de sus nombres las puertas de las tiendas de los barrios, esperando que los contraten como decoradores.

La próxima vez que vaya a Sevilla tengo que pasarme por la plaza del Pan y comprobar si sigue en su sitio el contra grafiti en el azulejo de la esquina de la calle Córdoba (creo que era ese el sitio exacto, si no, lo buscaré).

Ojalá y no se le haya ocurrido a las fuerzas reaccionarias poner un azulejo nuevo o enlucir la pared para eliminarlo, y borrar con ello todo vestigio de la fugaz existencia de los comandos del bien.