La primera vez que estuve en Fátima fue hace muchos años. Yo visitaba entonces Portugal con mucha frecuencia por cuestiones laborales.

Después de haber tenido una reunión cerca de Lisboa con mis compañeros portugueses, tenía que salir para el norte. Solía quedarme a dormir en Viseu, pero ese día la reunión se alargó más que de costumbre y no me atreví a aventurarme a llegar a Viseu tan tarde que no encontrara un sitio donde dormir (en aquel tiempo no usábamos Booking).

No me atrevería yo a decir que aquello fuera una llamada ni nada parecido, pero el caso es que cuando vi la indicación de Fátima, decidí salir de la autopista y me dirigí allí. Una compañera portuguesa me había dicho muchas veces que solía quedarse en ese sitio cuando tenía que subir por la zona: “Es tranquilo, está cerca de la autopista y hay muchos hoteles, de todos los precios. Si no hay un evento religioso, y los días de diario no suele haber, encontrarás lo que quieras y a buen precio”.

Llegué, ya oscurecido, en una tarde fría y lluviosa. Y, aún así, me sorprendió ver un pueblo tan coqueto allí, en medio de la nada, de aquel bosque. Efectivamente había hoteles de todos los tamaños, “residenciales”, carteles que ofrecían “quartos”,…

Elegí un hotelito que se ajustaba a mis necesidades; me instalé, cené allí mismo prácticamente solo, y salí a dar una vuelta. No había nadie en las calles. Nadie, literalmente. No llovía, pero había estado lloviendo y había viento. Me sedujeron aquellas brillantes aceras de piedrecitas blancas y negras, los pulcros escaparates de aquellas tiendas de objetos religiosos. Al poco de empezar a pasear llegué a la explanada de la Basílica por una entrada en la que había una urna con un trozo del muro de Berlín. Aquello me sobrecogió. Me transportó a otro sitio, a otro tiempo.

El sonido del viento agitando los altos árboles, la impresionante explanada, la misteriosa Cruz, la luz mortecina de las farolas, la vacilante del campanario de la Basílica luchando con la niebla. Todo me impresionó. Estuve allí, en medio de aquel colosal y estremecedor espacio, dando vueltas sobre mi mismo hasta un rato después de que volviera a ponerse a llover y el frio hiciera aconsejable que volviera a mi pequeño hotel.

Dormí bien y a la mañana siguiente salí muy temprano en dirección a Viseu, justo después de desayunar, con el firme propósito de volver con tiempo de disfrutar de aquel mágico lugar.

La segunda visita fue con mi familia, de vuelta de Figueira da Foz, donde solíamos pasar unos días en verano. Estuvimos en la Basílica, en la “Capelinha”, en el fastuoso auditorio, en el museo,… Comimos en Tomar y seguimos para Madrid.

La oportunidad de una visita reposada fue la tercera. Mi hermana suele ir todos los años a una peregrinación desde el pueblo con nuestra Hermandad. Un día le dije que tenía ganas de volver a Fátima y me animó a ir con ellos. No podía ir con ellos, pero sí escaparme desde Madrid el mismo fin de semana que fueran. Y eso fue lo que hice. Mi hermana llegaría el sábado a la hora de comer, así que me fui el viernes por la tarde. Llegué de madrugada al hotelito que había reservado mucho antes -ahora ya sí teníamos Booking- y salí temprano, también justo después de desayunar, pero ahora como un peregrino.

Nada más salir del hotel, vi una indicación de un sendero: “Camino de Nazaré”. Me pareció una magnífica señal para un peregrino sin rumbo, así que comencé a caminar por él.

Me crucé con peregrinos que llegaban a Fátima con sus inconfundibles chalecos amarillos, solo yo caminaba en sentido contrario. A los pocos kilómetros me encontré con las «Grutas da Moeda«. Decidí visitarlas y me uní a un grupo en el que solo había cuatro portugueses, dos varones y dos mujeres un poco mayores que yo. Ellos alardeaban de haber estado en la «tropa», y ellas debían ser sus mujeres.

Terminada la visita, continué mi camino, buscando hacer una ruta circular, que no había planificado, y que me llevó a bordear una pequeña población. De vuelta en Fátima, vi un indicar de la aldea de los pastorcitos y me dirigí a ella siguiéndola. La aldea estaba llena de turistas. Visité un par de las casas a las que había acceso, crucé la aldea y accedí, sin saberlo, a un Vía Crucis que, prácticamente, une Aljustrel (la Aldea de los Pastorcitos) con la Capillita de «Cova de Iría«, en la explanada del Santuario de Fátima.

El Vía Crucis recorre la Vía Sacra de Valinhos y transcurre por el camino que los tres niños, los tres pastorcitos, recorrían desde su aldea para ir a «Cova de Iria«, lugar de las primeras apariciones. Las estaciones de ese Vía Crucis fueron un regalo de los católicos húngaros refugiados en occidente tras la invasión soviética. Tiene quince estaciones. Las dos últimas a ambos lados de una plaza, presidida por un calvario (el Calvario de los Húngaros) enclavado en una placita, bajo la cual esta la capilla de San Esteban, con iconografía oriental.

He ido varias veces después a Fátima, a acompañar a nuestra Hermandad en esa peregrinación que culminó esa noche del sábado con el rezo del Santo Rosario y la procesión de la Virgen por la explanada del santuario, después de haber compartido la misa de la que éramos partícipes en la «Capelinha«. Volveré siempre que pueda y seguiré llevando conmigo a mi hijo siempre que él quiera. Y si algún día fuera él quien me lleva a mi, estaré encantado de acompañarlo.

Hace unos días, supe que el Vía Crucis de los húngaros se inauguró el mismo año en que yo nací. Aunque no doy un significado especial a ese hecho, me hizo ilusión que así fuera.

Fátima y sus alrededores constituyen un espacio en el que se respira paz, tranquilidad, sosiego; que da serenidad a tu espíritu, a tu alma. Y eso ocurre incluso cuando está atestado de gente. Sí, es un lugar mágico. O algo mucho más que eso si, como yo, eres creyente.

Calvario de los húngaros
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